«Los delincuentes que están en la cárcel saben cuándo acabará su condena; nosotros no». Es la frase que repiten cada vez con más indignación los bengalíes que desde finales de 2005 residen en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes de Melilla (CETI), una prisión con las puertas abiertas a la que regresan cada noche con la incertidumbre de no saber qué será de ellos mañana.
Los inmigrantes de origen asiático siguen sin entender, después de tanto tiempo, por qué el Gobierno de España no los traslada a la península como a marroquíes o centroafricanos. Con frecuencia, al CETI llegan listas de internos que han tenido más suerte que ellos y que pueden salir de la ciudad autónoma rumbo a alguno de los Centros de Internamiento del país. En apenas un mes, tres familias argelinas y otras cuatro subsaharianas han abandonado Melilla pocas semanas después de haber llegado.
Tampoco comprenden por qué la administración central lleva casi cinco años estudiando sus casos, sometiéndoles a entrevistas periódicas, haciéndoles las mismas preguntas. Todos ellos han explicado ya que salieron de Bangladesh huyendo de la pobreza, de las injusticias sociales, de las catástrofes naturales; son causas humanitarias, afirman, de suficiente peso como para revocar una orden de expulsión o conceder un permiso de residencia. De cualquier forma, sería ilógico que después de 57 meses en España el Gobierno decidiera ahora enviarlos a su país pudiendo haberlo hecho cuando llegaron.
Durante los primeros meses en Melilla, creían que sus casos se resolverían pronto o, al menos, que no sería necesario esperar tres años a que vencieran esas órdenes de expulsión. Lo peor fue comprobar que ese plazo se prorrogaba dos años más y que la reforma les afectaba con carácter retroactivo. Ahora sólo quedan tres meses para que la administración decida qué hace con ellos, si deja de retenerlos sin causa justificada o si los envía al lugar del que vinieron.
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